También es la droga

Hace unos días, Carlos Moratilla escribía un interesantísimo artículo para este blog sobre cómo la interacción de las personas con las drogas, su contexto y su historia personal, pueden derivar en adicción. Si no lo habéis leído, dejadme primero que recomiende que lo hagáis.

Son muchas las cosas que suscribo de ese artículo. La primera, que la adicción es un fenómeno complejo e individual. La segunda, que no puede entenderse el efecto adictivo de una droga si se ignora la interacción del organismo con su entorno –del cual la exposición a las drogas es sólo una parte–. Y la tercera, en un nivel de análisis totalmente distinto, que el fracaso de las políticas estrictamente prohibicionistas en combatir los efectos nocivos del consumo y el tráfico de drogas es un hecho empírico contrastable (ver, por ejemplo, este enlace).

Hay muchas formas de entender y aplicar políticas alternativas o complementarias de reducción de daños. En general, estas políticas no renuncian a la posibilidad de promover la reducción en el consumo de drogas ni, contrariamente a lo que algunos sostienen, son pro-uso de drogas. La perspectiva de reducción de daños asume la imposibilidad de eliminar completamente el consumo, porque hay personas que no pueden o no quieren dejar de consumir, y adopta una postura pragmática y basada en la evidencia científica disponible, donde lo importante no es el aspecto moral del consumo de drogas sino las acciones efectivas que puedan demostrar su capacidad para reducir su impacto negativo en los individuos, en la sociedad y en la economía (Nutt, 2012).

Como parte de esa filosofía general, comparto que combatir los efectos nocivos del uso de drogas depende crucialmente de entender el rol que la conducta de uso de drogas tiene en el ‘ecosistema conductual’ completo de un individuo y, por tanto, de la disponibilidad de conductas, habilidades e incentivos alternativos. Dicho esto, la lectura del artículo de Carlos me llevó a ciertas reflexiones, que no quiero perder la oportunidad de exponer. Aprovecharé, por tanto, para matar dos pájaros de un tiro y escribir también unas líneas sobre el tema que hace tiempo le debía a Rasgo Latente.

¿Cualquier cosa puede ser adictiva?

Decía un profesor en mis tiempos de estudiante que “hasta el chorizo puede ser adictivo”. Curiosamente, esa postura tiene cada vez más predicamento. Recientemente, la quinta versión del Manual Diagnóstico y Estadístico de Trastornos Mentales, el todopoderoso DSM, ha dejado la puerta abierta a que en el futuro puedan catalogarse ciertas conductas de abuso (sin drogas) como adicciones. El DSM5 ya ha dejado entrar al juego de azar patológico, y tiene otras varias posibles adicciones conductuales bajo estudio, aunque por el momento se sigue aplicando el principio de cautela.

En los medios no deja de oírse de hablar de adicción a Internet, a las redes sociales, a las compras, a correr, al móvil, al sexo, a la comida y decenas de cosas más. Llamándolas adicciones, esas conductas se patologizan a ojos de la sociedad y, al hacerlo, a las personas que manifiestan esa conducta se las convierte en enfermos. Las más de las veces, son los mismos afectados, reunidos en movimientos asociativos, los que más encarnizadamente luchan por el reconocimiento de su enfermedad (un rasgo que es común no sólo a estos colectivos, sino también a los que defienden la medicalización de otros síndromes como la sensibilidad química múltiple o la sensibilidad electromagnética). Sin embargo, los intereses de los afectados y el reconocimiento de un problema no deben llevarnos a solidarizarnos con sus pretensiones, si éstas pretenden entrar en el terreno estrictamente científico.

Un comentario común en la divulgación en prensa de estas (a veces mal llamadas) adicciones suele rezar así: “un estudio científico demuestra que la respuesta del cerebro a la redes sociales o [ponga su actividad favorita aquí] es igual a la que presenta ante la cocaína o [ponga su droga aquí]”. En general, suele haber algún estudio detrás que contiene al menos una parte de verdad, pero la adaptación de las conclusiones del mismo al lenguaje de la calle suele estar lleno de trampas.

Todos estos supuestos agentes adictivos tienen algo en común con la mayoría de las drogas: alteran el estado emocional del individuo, esto es, producen una emoción placentera o alivian una emoción displacentera. En el cerebro hay zonas (que se han dado en llamar puntos hedónicos calientes o, en inglés, hedonic hotspots; Smith et al., 2010) que responden al placer. Lo único que sabemos con seguridad de estas áreas es que se activan cuando una persona dice sentir placer o cuando un animal manifiesta conductas (por ejemplo, rechupetearse en el caso de las ratas) que se consideran manifestaciones conductuales del placer. Por tanto, todo lo más, la elevación en la actividad de estas zonas puede considerarse un correlato neural del placer. Ni tan siquiera podemos estar seguros de que sean la causa del placer, ni de cómo podrían interactuar entre ellas y con otras zonas del cerebro en la percepción del placer.

Por tanto, y esto es lo importante, no basta con que algo active los centros del placer para que ese algo se considere adictivo. Eso es profundamente erróneo y resulta molesto oírlo repetido hasta la saciedad. Como bien dice Carlos, la adicción es un fenómeno mucho más complejo y la neuro-simplificación no hace nada por ayudar a entender el problema.

Ojo, el no incluir ciertas conductas abusivas como adicciones no quiere decir que no puedan constituir un problema individual y social importante. El uso compulsivo de Internet o el sobreejercicio físico pueden ser muy disfuncionales; sin embargo, no hay unanimidad científica en aceptar que los mecanismos que conducen a la pérdida del control sobre esas conductas sean los mismos que llevan a la pérdida del control del consumo de drogas. Eso implica suponer que las adicciones obedecen a mecanismos específicos y comunes (una postura que yo sí me atrevo a defender).

El placer, el deseo y las drogas

La mayor parte de las drogas producen, directa o indirectamente, y al menos en sus primeras tomas, placer, entendido en un sentido amplio. Quizá no un placer químico (por ejemplo, la nicotina del tabaco no produce placer químicamente en sus primeras tomas, pero sí de forma indirecta, en forma de sentimientos de aprobación por los iguales u otras vías indirectas). Sin embargo, el consumo abusivo y crónico de drogas no suele producir placer.

Alternativamente, una conducta adictiva podría considerarse una conducta de evitación activa del síndrome de abstinencia. La meta que dirigiría la conducta no sería la expectativa del placer, sino la expectativa del sufrimiento que genera no tomar la droga. Esta hipótesis, sin embargo, también resulta insuficiente. Ciertas drogas producen un síndrome de abstinencia despreciable, y la eliminación completa del síndrome de abstinencia en general no elimina la conducta adictiva. De hecho, la evidencia muestra que el mantenimiento de la conducta adictiva depende mucho menos de las consecuencias positiva o negativamente reforzantes de la misma que de los estímulos que la anteceden (Everitt y Robbins, 2005).

¿Cuál es entonces el papel de la meta o la recompensa en la conducta adictiva? Hay quien diría que las expectativas de placer o displacer (un término cognitivo puro y duro), no cumplen ningún papel causal en ninguna conducta. No ese ésa mi posición. Como resumen Dickinson y Balleine (2010), si entrenas a una rata para presionar una palanca para obtener comida y posteriormente consigues que a esa rata deje de gustarle esa comida (por ejemplo, provocándole malestar gástrico cuando la toma, en ausencia de la palanca), la siguiente vez que le des a la rata la oportunidad de presionar la palanca por comida ya no lo hará:  la rata sabe que la comida que obtendrá por presionar la palanca ya no le resulta agradable.

Este procedimiento se denomina ‘devaluación del reforzador’ y se interpreta como una prueba de que una conducta está bajo el control de la expectativa de una recompensa. Curiosamente, cuando una conducta se somete a determinados programas de reforzamiento intermitente (se refuerza esporádica e impredeciblemente de forma prolongada), acaba siendo también insensible a la devaluación del reforzador. En otras palabras, si recompensamos a una rata por presionar una palanca por comida de forma intermitente e impredecible de forma muy prolongada, llega un momento en que, aunque asociemos esa comida a malestar gástrico y se adquiera aversión al sabor de la misma, la rata no deja de presionar la palanca (Adams, 1982). De forma similar, podemos observar que aunque una experiencia aversiva temprana con una droga sí tiene impacto en la continuidad de su consumo, esas mismas experiencias aversivas cuando el consumo ya se ha tornado hábito no tienen apenas impacto en el mismo (Miles et al., 2003).

Por tanto, la expectativa de la recompensa cumple un papel importante en el inicio del consumo pero no en el mantenimiento de la conducta adictiva (lo que concuerda con la demostración de que el rasgo de personalidad de sensibilidad a la recompensa correlaciona con la propensión a experimentar con las drogas pero con su uso problemático; Navas et al., 2014a,b).

Si no es la expectativa del placer ni la evitación del displacer, ¿hay algo que sí sea consustancial a la conducta adictiva? Un elemento con muchas papeletas es lo que en inglés se denomina craving, que en español podría traducirse como ansia o frenesí. El craving es un patrón conductual complejo, pero tiene algunas características interesantes. Primero, es elicitado, esto es, lo disparan estímulos y contextos (paciencia, Carlos y lectores, voy a llegar al contexto antes o después) que están asociados por experiencia al consumo de la droga. Segundo, implica una orientación automática de la atención y conductas de aproximación hacia esas señales. Tercero, en términos cerebrales, implica directamente la conexión de los circuitos cerebrales del reforzamiento con estructuras mixtas motoras y atencionales (Everitt y Robbins, 2005). Y cuarto, se mantiene en ausencia de placer por el consumo de la droga y de síndrome de abstinencia. Según algunos modelos, sin craving no hay adicción (Goldstein y Volkow, 2011).

El craving es una respuesta aprendida

Recientemente, Ross y colaboradores (2008) postulaban un modelo neuroeconómico para el desarrollo progresivo del craving, a partir de los mecanismos naturales del reforzamiento. La idea es como sigue: cuando una recompensa es sorprendente (esto es, cuando aún no hemos sido capaces de aprender a predecirla), esa recompensa genera una señal de error predictivo: el valor de lo acontencido es mayor de lo esperable en las circunstancias en las que ocurre. Esa señal indica que hay algo que merece la pena ser aprendido y asociado a los comportamientos que se estaban realizando en ese momento (Mackintosh, 1975; Schultz, 2000), y provoca que la atención se oriente hacia las claves que estaban presentes en el momento en que se realizó la conducta. Naturalmente, este proceso está limitado porque el reforzador se vuelve más predecible en cada ensayo subsiguiente, y por tanto el mecanismo tiene un límite asintótico que impide que se descontrole.

Si un reforzador, por mucho que lo experimentáramos, actuara como si fuera eternamente impredecible, ¿qué ocurriría? Pues que los estímulos presentes cuando se realiza la conducta que deparan ese reforzador recabarían más y más recursos atencionales y motrices, esto es, serían cada vez más difíciles de ignorar (cognitiva y conductualmente). Como hipótesis es atractiva, pero, ¿qué pruebas hay de su veracidad?

  • El juego de azar es por definición un entorno artificial en el que los reforzadores dependen de la conducta instrumental (jugar) y a la vez se mantienen indefinidamente impredecibles. Hoy por hoy, el juego patológico es la única adicción comportamental reconocida, por sus muchas similitudes con la adicción a sustancias.
  • La descarga de dopamina mesolímbica que se ha vinculado consistentemente con la conducta adictiva está asociada, no con la administración de un reforzador, sino con la administración de reforzadores inesperados en tareas de aprendizaje instrumental (ver, por ejemplo, Schultz, 2000).
  • La auto-estimulación directa de las vías responsables de esta descarga dopaminérgica, en animales, deviene en una conducta que se asemeja mucho a una conducta adictiva (Milner, 2005). Sin embargo, en las pocas ocasiones en que se ha podido realizar auto-estimulación directa en humanos conscientes, los participantes no dicen sentir placer, sino una sensación de excitación y un deseo creciente que, algunos de ellos describían como similar al deseo que precede a la consumación sexual (Kringelbach, 2009).

Según esta hipótesis, para que el craving vaya consolidándose es necesaria una conducta instrumental. Esto es, en el caso de las drogas, es necesaria la autoadministración (ello explicaría por qué la morfina es menos adictiva en contextos médicos, donde ésta es administrada por otros). Sería también necesario que la droga ejerciese su efecto cerca en el tiempo a la conducta de consumo (lo que explicaría que las drogas fumadas, esnifadas o inyectadas sean por lo general más adictivas, comparadas con sus equivalentes químicos ingeridos o administrados tópicamente).

También es la droga…

La mayor parte de los modelos coinciden en señalar la implicación de la dopamina en las adicciones. La dopamina, sin embargo, está muy repartida por todo el cerebro, donde ejerce funciones muy distintas. No es, por tanto, el simple exceso de dopamina, sino una respuesta de liberación de dopamina transitoria (técnicamente llamada fásica) en los circuitos de la recompensa lo que guía la consolidación del craving y su vinculación con el contexto y la conducta instrumental.

Las sustancias con poder adictivo son aquellas que disparan este mecanismo directamente (por ejemplo, la cocaína) o indirectamente (por ejemplo, la nicotina, Benowitz, 2008) y que, por tanto, «engañan» al sistema para que considere que ha ocurrido un reforzador inesperado. Esa descarga, recordemos, en realidad es un mecanismo de aprendizaje natural, que en circunstancias normales modula la atención, la curiosidad, el acercamiento a las claves y la exploración de los entornos donde los reforzadores naturales se esconden.

Evidentemente, ni todas las sustancias ni todas las actividades que de una forma u otra generan placer tienen esa capacidad; sólo algunas de ellas. Sin embargo, los reforzadores naturales, administrados conforme a un programa de reforzamiento que los mantiene indefinidamente imprevisibles también pueden actuar como un agente adictivo, por las mismas razones. Ello ocurre en el caso del juego patológico, pero queda por saber si existe alguna otra adicción comportamental en la que pueda ocurrir algo parecido.

Existe otra razón por la que la sustancia en sí también importa. Algunas drogas (y no necesariamente las que tenemos en mente como las más peligrosas, como, por ejemplo, el alcohol) tienen efectos metabólicos y neurotóxicos que pueden ser duraderos o incluso permanentes. En ocasiones éstos se exageran o se confunden con los derivados de los problemas que acompañan a un cierto estilo de vida (problemas médicos, mala alimentación, etc.; problemas que son muy relevantes en las intervenciones para el control de daños). Aun así, no deberíamos minusvalorarlos. Efectos específicos pueden llevar a alteraciones neuropsicológicas, más o menos sutiles, también específicas, que pueden alterar funciones de control y autorregulación muy importantes en la rehabilitación.

…Y la historia y el contexto

Volviendo al artículo de Carlos, parafraseo: “En comparación con las ratas alojadas en cajas de experimentación típicas, las ratas del ambiente enriquecido preferían en mayor medida agua que morfina. Alexander (1978) hipotetizó que la disponibilidad de estimulación apetitiva y reforzante reducía el interés de las ratas por la morfina. ¿Podríamos extrapolar esta explicación al caso humano y a la relación entre determinados contextos empobrecidos y consumo problemático de drogas? Posiblemente sí.”.

Totalmente de acuerdo. Pero, según lo que acabo de exponer, probablemente no se establezca una competición directa entre la morfina y los reforzadores naturales por el control de la conducta. Probablemente, lo que ocurre es que el ambiente enriquecido facilita incertidumbre, esto es, posibilidades de explorar y encontrar reforzadores inesperados. Creo sinceramente que la naturaleza dinámica y cambiante de los ambientes enriquecidos y lo posibilidad de descubrir reforzadores inesperados es lo que reduce el poder adictivo de las drogas. No es el valor hedónico de los reforzadores, ni el número de ellos, sino su búsqueda y descubrimiento lo que les confiere la capacidad de competir con la droga. La droga actuaría directamente como agente adictivo y motor del craving; los reforzadores naturales, administrados de esta manera, alejarían a la atención y la conducta de los estímulos que podrían adquirir la capacidad para dispararlo.

En términos prácticos, esto tiene consecuencias para la implementación de técnicas de manejo de contingencias en la terapia.  El abordaje de la prevención del uso problemático de drogas debería incidir no sólo en la disponilidad de reforzadores alternativos a las drogas, sino en el diseño de entornos en el que esos reforzadores, estando disponibles, mantengan un grado óptimo de incertidumbre en la relación respuesta-consecuencia. En otras palabras, no sólo es importante la disponibilidad de la recompensa, sino el programa concreto en función del cual esa recompensa se administra.

En el caso de la rehabilitación de las adicciones, debería operar el mismo principio, pero se ha de ser consciente de que el diseño de programas personalizados de manejo de contingencias va a tener que acompañarse de otras medidas. Entre ellas, para algunas personas, las más urgentes deben ir dirigidas a la reducción de daños, como apuntaba al principio. Otras opciones prometedoras son las que apuntan directamente al craving, y la posibilidad de combatirlo mediante técnicas de extinción o contracondicionamiento por exposición directa y controlada a los estímulos externos (contextuales) e internos (cognitivos, emocionales, propioceptivos e interoceptivos) que lo disparan. El empeño por tanto debe ser personalizado y ecléctico. Pongamos la evidencia siempre por encima de los prejuicios.

 

9 thoughts on “También es la droga

  1. Enhorabuena y gracias por semejante artículo. Hace falta mucha divulgación como la suya para comprender verdaderamente bien las conductas adictivas. Sólo hay una cuestión que no me ha quedado clara:

    «Llamándolas adicciones, esas conductas se patologizan a ojos de la sociedad y, al hacerlo, a las personas que manifiestan esa conducta se las convierte en enfermos. Las más de las veces, son los mismos afectados, reunidos en movimientos asociativos, los que más encarnizadamente luchan por el reconocimiento de su enfermedad (un rasgo que es común no sólo a estos colectivos, sino también a los que defienden la medicalización de otros síndromes como la sensibilidad química múltiple o la sensibilidad electromagnética)».

    Cuando habla de los «afectados», ¿se refiere a los adictos a sustancias o a aquellos individuos que presentan otro tipo de conductas adictivas? Si se refiere a los adictos a las drogas, entiendo que ¿no considera la adicción como una enfermedad?

    Gracias.
    Un saludo.

    • No quiero pillarme los dedos, es un tema delicado… :)

      Según mi experiencia, la mayoría de personas que se sienten víctimas de una adicción (con sustancia o no), quieren que se las reconozca como enfermos. Yo investigo sobre todo en juevo patológico, y éste es un tema recurrente. Mi posición es que utilizar la palabra «enfermedad» o no es lo esencial, sino qué implica su uso.

      El reconocer a alguien como enfermo tiene de bueno que lo desculpabiliza en parte, a él y a su familia. Por otra parte, hay que insistir en que reconocerte como enfermo no te convierte en sujeto pasivo de un tratamiento. La persona es el principal actor de su propio tratamiento.

      En tanto que la adicción se reconoce socialmente como una enfermedad, aquellas personas que sufren problemas del control de impulsos sin sustancia también desean esa consideración. En la base de ese deseo está la necesidad de que se reconozca su problema. Sin embargo, creo que puede hacerse una cosa sin la otra. Ciertas conductas abusivas son un problema grave, se las considere o no como adicción, y se deben abordar adecuadamente. Pero llamarlas adicciones hace que la investigación se salga de su curso.

      Por poner un ejemplo. Una persona, como yo, que vive permanentemente pendiente del móvil, no es un adicto. Y un chaval que se pasa la vida encerrado en su cuarto en Internet tiene un problema, pero desde mi punto de vista tampoco es un adicto. No porque considere que su conducta no sea disfuncional y que no requiera un esfuerzo de prevención. Simplemente, no hay evidencia de que esa conducta pueda explicarse por los mismos mecanismos que las conductas adictivas.

  2. Muy interesante el tema y el artículo.

    Duda: ¿hay predisposición genética a las adicicones? Lei hace tiempo que un adicto raramente lo es sólo a una sustancia, y que aparte de adicciones a ciertas sustancias (nicotina, alcohol, otras drogas) tienen problemas como de dependencia emocional.

    También han analizado el caso de niños hijos de padres alcohólicos adoptados por familias de no bebedores, y más o menos el 50% terminaban siendo alcohólicos, aunque no queda claro si el factor principal es el genético, o el saberse adoptado (y por tanto previamente abandonado).

  3. Mi corazón late a ritmo de jazz. Me encanta el enfoque del artículo, esto es, reconocer la complejidad de un fenómeno como punto de partida necesario para buscar e integrar evidencias de distintos niveles de análisis y tradiciones. Y eso es algo que algunos psicólogos todavía no se atreven a hacer, no por falta de tiempo o competencia, sino por ideología. Los prejuicios solo fomentan la práctica del cherry picking y eso solo nos puede llevar a explicaciones simplistas y a largo plazo a ninguna parte. Tal cual lo dice el autor, las evidencias siempre deben ir antes que los prejuicios. Enhorabuena!

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