«El modo de vida de Occidente del siglo XXI ha acabado con nuestra inocencia». Existe el mito de que la sociedad moderna nos deshumaniza, nos convierte en seres egoístas y, de alguna manera, nos roba nuestra genuina pureza e inocencia. El mito del buen salvaje parece seguir vigente. Sin embargo, desde disciplinas como la antropología o la psicología se ve el tiempo y lugar en el que vivimos con una luz más brillante. Por un lado, en el eje del tiempo, podemos ver el progreso de la humanidad a medida que se extiende la industrialización. Parece que nuestro mundo es un lugar mejor para vivir en comparación con el de tiempos pasados. No vamos a explicitar una definición de progreso o mejora para evitar discusiones centradas en los flecos conceptuales. Pero creemos que puede ser aceptado que hay progreso cuando la tasa de niños que no llegan a adolescentes, de mujeres que mueren en el parto o de personas que pasan hambre va menguando.
Por otro lado, en el eje transversal, tenemos la comparación entre sociedades o culturas actuales. En este eje nos centraremos a través de la idea de que el desarrollo de las sociedades más grandes parece contribuir a la cooperación entre individuos. Arranquemos con una idea sencilla: Si no fuera por la cooperación, quien esto escribe y (casi) todos quienes esto leen estaríamos muertos. Hay que tener en cuenta que una sociedad funcional es aquella en la que sus miembros son capaces de cooperar para lograr resultados que individualmente no podrían alcanzar. La cooperación se logra con herramientas sociales presentes en mayor o menor medida en todas las culturas. Los sistemas que permiten y mantienen esta cooperación son seguramente una adaptación reciente relacionada con nuestras emociones sociales (Boyd & Richerson, 2009).
El castigo de tercera parte –también llamado castigo altruista— sería una de estas herramientas asociadas a promover la cooperación, en especial, en sociedades grandes de individuos que no se conocen. El castigo de tercera parte es el castigo que inflige un individuo sobre otro por (1) una acción en la que el castigador no ha estado directamente involucrado y que (2) supone un cierto coste para el castigador. Estaríamos en una situación de castigo de tercera parte cuando A trata injustamente a B y un tercer individuo C castiga a A y, para castigarlo, C pierde dinero. Este tipo de castigo no se ha encontrado en ninguna otra especie distinta de la humana (Riedl, Jensen, Call, & Tomasello, 2012). Luego, un elemento diferencial en la búsqueda de qué nos hace humanos (Gazzaniga, 2010; Ridley, 2004) lo podemos encontrar en nuestra voluntad de invertir recursos para castigar situaciones que consideramos injustas. El coste de penalizar la injusticia compensa tanto en términos evolutivos como sociales.
Una forma de estudiar experimentalmente la cooperación es a través del juego del castigo de tercera parte. En este paradigma experimental tenemos tres actores. Al primero se le da una cierta cantidad de dinero que ha de repartir, en los términos que él determine, con el segundo. Existe la posibilidad de que el primero no asigne nada al segundo en el reparto. El tercer actor tiene dos opciones una vez conocida la propuesta de división: Puede no intervenir y ganar una cantidad prefijada e independiente de cómo se efectúa el reparto o puede reducir o renunciar a ese dinero para evitar que se haga la transacción. Esto es, puede pagar para evitar que el primero de los jugadores ofrezca un reparto injusto al segundo. Es un ejemplo experimental de juego del castigo de tercera parte porque un jugador no implicado en la transacción puede decidir castigar o no la conducta de alguien que hace un reparto y ese castigo se realiza pese a resultar costoso. En estas tareas se evalúa la mínima oferta que es capaz de tolerar el tercer jugador sin ejercer castigo.
En un esfuerzo conjunto de varios laboratorios por estudiar los efectos de la cooperación más allá de los países WEIRD (del inglés Western Educated Industrialized Rich Democratic), se llevó a cabo un trabajo con diversas culturas (Marlowe et al., 2008). Marlowe y su equipo analizan el efecto del tamaño de las sociedades en el castigo de tercera parte. Para ello, ponen a jugar a miembros de tribus de distintos tamaños y partes del mundo a juegos como el descrito. El estudio encontró que, a medida que el tamaño tribal aumenta, también tiende a aumentar el castigo de tercera parte. En el gráfico 1 se muestra la mínima oferta aceptable y el tamaño de las tribus. De hecho, el castigo de tercera parte no resulta un universal cultural, sino que su presencia está sujeta a determinantes contextuales y en algunos grupos no se presenta (Marlowe, 2009).
Tenemos, pues, que los retos sociales de los grupos grandes estimulan el castigo hacia los «gorrones». Pero no es la única conducta de castigo que se ha analizado. A veces, «los buenos de la película» también son penalizados. Con algunas tareas experimentales se ha evaluado el castigo a los cooperadores, lo que se ha llamado el castigo antisocial (Herrmann, Thöni, & Gächter, 2008), en otras palabras, el castigo hacia quien beneficia al grupo. Se utiliza el juego de bienes públicos. En este juego cada individuo recibe un dinero que puede mantener para sí mismo o que se puede usar para contribuir a un monto común que se repartirá entre todos al final. El ingreso máximo para una sola persona se consigue si esa persona mantiene todo su dinero y el resto contribuye con todo su capital al bote, puesto que saca su dinero inicial más su parte correspondiente de la caja común. El ingreso máximo para todos se consigue si todos contribuyen completamente, porque el dinero en el bote crece. Así pues, existe la oportunidad de recibir dinero sin contribuir, de ser un «gorrón». Los juegos se hacen a través de un ordenador de manera anónima, pero conociendo el aporte de cada participante a la caja.
Se establecen dos condiciones: una con castigo y otra sin. En la situación de castigo, existe la posibilidad de invertir dinero propio para reducir los ingresos de otro participante. Se presenta la posibilidad de que se castigue tanto a quienes contribuyen por debajo de lo que lo hemos hecho nosotros (castigamos al «gorrón»), como también se puede penalizar a quien llena más que nosotros la caja común (castigo antisocial). En la gráfica 2 se muestra en qué medida se castiga según la diferencia con respecto a nuestro propio aporte, diferenciando según la ciudad donde se realiza el experimento. A la izquierda esta el castigo prosocial; a la derecha, el antisocial. Los autores encuentran diferencias importantes entre ciudades. ¿Cómo podemos explicar estas acciones aparentemente irracionales? Las respuestas no son sencillas. Los autores aventuran distintas explicaciones como venganza y expresión de emociones negativas de aquellos que fueron castigados por «gorrones». La venganza es una conducta humana universal y parte de la cultura del honor en muchas sociedades (Elster, 1990)
Para ayudar a interpretar las diferencias entre ciudades, los autores recurren a la World Values Survey, donde se miden valores sociales considerados prosociales. Para ello, se pregunta sobre lo justificables que se verían ciertas conductas como defraudar a Hacienda, no pagar en un transporte público, etc. Cuanto más reprobables se consideran estas conductas, más fuertes se presuponen las normas sociales en cooperación cívica. Al añadir esta información de los países como variable, se ve que a menor cooperación cívica, mayor es la cantidad de castigo antisocial. En otras palabras, las normas sociales sobre el bien común son más laxas donde se castiga a quien coopera. El aporte de este trabajo es mostrar cómo el castigo antisocial puede llevar a grandes diferencias en la cooperación.
Más preguntas quedan en el tintero por resolver: ¿Podemos explicar la mayor cooperación a través de cierto ‘contagio’ de la conducta de unos individuos a otros? Un estudio de Marchelaro y Capreletti (2014) parece indicar que no. Sin embargo, la metodología usada no nos permite generalizar sus resultados. Otra estructura interesante por investigar sería la evolución de la cooperación humana a través de la confianza personal entre individuos como forma de mantener la cooperación y cohesión social (Acedo & Gomila, 2013).
Me parece interesante la forma en que el tamaño de las sociedades está relacionado con nuestras decisiones morales y éticas, no solo en pequeñas tribus, sino también en grandes grupos humanos. Una reflexión me parece pertinente: si bien no podemos establecer relaciones de causalidad entre tamaño de las sociedades y valores sociales, sí me parece correcto abandonar el mito del buen salvaje donde las sociedades grandes y anonimizadas son poco cooperadoras y despreocupadas de los demás. Las sociedades que generan cierto bienestar y recursos requieren de rasgos humanos como el castigo altruista. O bien los grupos que disponen de ciertos requisitos previos crecen ayudados por la cooperación, o bien, al crecer el grupo, esta cooperación es más intensa. En ambos casos, me parecen buenas noticias.
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Post muy interesante, y desde luego es más que juntar cuatro líneas.
Sin embargo, creo que faltan dos puntos importantes. Por un lado, el hecho biológico de que el ser humano es un animal social porque si no lo fuese se habría extinguido. Sustituye su debilidad física ante el entorno y los depredadores por la inteligencia, que le permite fabricar herramientas, armas y refugio; y por la fuerza del grupo. Y para la cohesión y funcionamiento del grupo obviamente se necesita ser un animal social.
En grupos pequeños funciona perfectamente el colectivismo, ya que además la mayoría de miembros, por no decir todos, serán «familia», y se vé de primera mano cómo el bienestar del grupo repercute en el bienestar del individuo. Pero en grupos más grandes, aunque no necesariamente anónimos (pensemos en un pueblo típico de España, donde todo el mundo se conoce) ya hay mucho margen para que aparezcan los «free riders».
En ausencia de un poder superior (político), el conocimiento de que tal individuo es un polizón puede ser suficientemente disuasorio, ya que en un momento u otro dependerá del resto del pueblo, y el ser condenado al ostracismo por su «polizonería» sería un gran castigo.
Si se establece algún tipo de poder superior coactivo, que capte recursos para repartirlos de un modo «justo» (sanidad, educación, etc.) el polizón ya no sufrirá la condena del ostracismo, y el «poder superior» tendrá menos incentivos para perseguir al polizón porque realmente le cuesta poco de sus propios recursos, ya que realmente juega con recursos «comunes».
Además, el acceso a esos recursos comunes históricamente se ha impuesto por la fuerza. Pero podemos ver ejemplos menos dramáticos. Antes del «estado del bienestar» incluso en los barrios de las grandes ciudades había una solidaridad no forzada: los vecinos se ayudaban, había un «soporte social» a los más desfavorecidos. Ancianos, personas enfermas… y muy probablemente por dos motivos egoistas: el pensar que si uno hace un favor un día le será devuelto y/o por conseguir una recompensa en un más allá mejor (no hay que despreciar el hecho religioso en la solidaridad voluntaria).
Al sustituirse esa solidaridad voluntaria por una estructura de adhesión forzosa como el «estado del bienestar» se ha diluido el factor social pensando que «alguien se encargará de esto, para eso pago mis impuestos». Creo que se considera que con los impuestos se compra más comodidad que tranquilidad. Porque la realidad es que muchas veces la «cooperación forzosa» que implica el estado del bienestar trae más problemas que soluciones.
Los considerados tres pilares del binestar (sanidad, educación, pensiones) no existen gracias al estado sino a su pesar. La alfabetización alcanzaba al 95% de los niños en Reino Unido en el s.XIX cuando la educación era completamente privada.
Las mejoras en sanidad no han venido nunca de la mano del estado. Han sido instituciones privadas y particulares quienes han producido los principales avances. Antes de la sanidad pública había las «igualas», y en la España rural era muy habitual que los campesinos que no podían pagar en metálico pagasen al médico en especies. Incluso muchos médicos fiaban hasta que había pasado la cosecha y se le podían pagar sus servicios. Si había mortalidad no era por la falta de asistencia, sino por la falta de avances técnicos y conocimientos.
Finalmente, hasta tiempos muy recientes existía una cultura del ahorro para cuando uno no pudiese trabajar. Además del clásico soporte familiar (tener hijos como mano de obra y «plan de futuro»), se intentaba tener tierras que alquilar en el futuro y obtener una renta. Esta cultura del ahorro se ha sustituido por el timo piramidal del sistema público de pensiones. El hecho de que sea un timo es obvio cuando se vé que en el momento de establecer la jubilación en los 65 años la esperanza de vida eran 61. Se contaba con que la mayoría pagaría sin llegar a cobrar. Vamos, como la lotería.
En resumen: creo que el instinto humano es la cooperación, y que montar estructuras que la hagan forzosa logran lo contrario, desincentivarla.
En que la cooperación humana es fundamental es una idea bastante extendida. De hecho ‘la moral’ es un rasgo que puede que no sea adaptativo como hipotetizan algunos.
Respecto a lo que comentas de la posible ‘coerción’ lo interesante que muestran el trabajo que coordina Marlowe, parece traer evidencia en contra. Me explico, a medida que la sociedad es más grande existe más castigo de tercera parte, es decir más gente que considera que es de su incumbencia que se dé o no una injusticia. En las sociedades más pequeñas ‘cada uno mira únicamente por lo suyo’. Si me preguntas mi opinión…. Creo que la riqueza y la creación de mercados (que crean dependencias) es un factor fundamental que interacciona con las normas y este ‘sentido de la justicia’.
Un saludo muchas gracias por comentar : )
Me ha encantado el artículo. Un par de preguntas:
En los juegos de bienes públicos con castigo ¿El castigo antisocial provenía únicamente de «gorrones» vengativos que han sido castigados o también participaban en él individuos del espectro medio? y viceversa, ¿el castigo a los gorrones proviene principalmente de los individuos más generosos o todo el grupo parece participar en él? Me haría sonreír el escenario de una mayoría impávida con magnitudes de colaboración en el rango de lo socialmente aceptable y una guerra de castigos vengativos entre el extremo colaborador y el extremo «gorrón».
Sobre la imposibilidad de contagio, creo recordar que diversos estudios en teoría de juegos describen que los resultados previos o esperados marcan en gran medida el comportamiento de los agentes. Si en sociedades donde son más reprobables las actitudes «gorronas» los individuos cooperan más, pero exponer a los gorrones a ambientes cooperativos no logra cambiar su actitud, se me ocurren tres hipótesis: Inercias muy acentuadas y cambios muy lentos, causalidad inversa (que sea moralmente reprobable en un momento inicial evita que los individuos desarrollen estas actitudes) , o un tercer factor causante de ambas (educación, participación política, instituciones inclusivas…).
Por último, los valores prosociales que se ponen como ejemplo (fraude fiscal, no pagar el transporte público) tienen un carácter material, me preocuparía que la capacidad adquisitiva de gran parte de esas sociedades modificase en cierta medida la tolerancia hacia este tipo de comportamientos.
Hola, me alegra mucho que te gustara. En el artículo comentan varias cosas de las que dices sobre la dinámica de las ‘venganzas’. Contestando a tu pregunta, si no recuerdo mal participan todos por igual en el castigo.. Supongo que que en el material suplementario estarán. Si deseas el paper puedo enlazarte una versión completa .
Sobre lo de distintos actores y juegos reiterados hay tanto material… que ojalá pudiera revisarlo todo : )
Muchas gracias por comentar
Un saludo