Parecía una persona normal, siempre saludaba
La idea de enfermedad mental, desde su concepción en la Grecia Clásica (siglo VI a.C.), ha ido asociada fundamentalmente a explicaciones demonológicas. Aún en la actualidad podemos observa retazos de esta concepción como indica el tratamiento de trastornos de conducta alimentaria mediante exorcismo. La excepción son los personajes destacados que hicieron una defensa de la locura como un proceso natural que debía considerarse una enfermedad más (Belloch, Sandín y Ramos, 2008; Rosen, 1974). Durante la Edad Media, -con la idea de posesión demoniaca ya cristalizada-, surgió la figura del fou (loco en francés) o bufón, que se caracterizaba por una apariencia deforme, una vestimenta llamativa y unos movimientos extraños, entre otras muchas características, que conseguían ser el divertimento de la corte (Masip, 2012).
Sobre las representaciones sociales actuales de la locura y la enfermedad mental han investigado desde el centro colaborador de la Organización Mundial de la Salud (OMS) en Lille (Roelandt et al. 2010). Los resultados muestran que las personas encuestadas creen poder discriminar al loco y/o enfermo mental por su apariencia «rara» o «extraña» y su comportamiento «anormal», y los perciben, a su vez, como peligrosos o violentos. Estos datos no sorprenden si tenemos en cuenta la breve contextualización histórica del principio, pero como veremos más adelante, deberían preocuparnos.
Entonces: discriminamos a quien creemos loco e inferimos que bajo esa condición, tendrá una conducta violenta. ¿Y a la inversa? Sucede lo mismo. Cuando alguien lleva a cabo una acción agresiva solemos considerar que es una persona a quien «se le fue la olla», «le falta un hervor» o bien que «tiene una tara» o «está trastornado». Un ejemplo común: se perpetra un acto violento y el vecino del 5º reitera que el supuesto responsable parecía una persona normal. Pero, ¿qué nos está diciendo el del 5º sobre la normalidad aparente? Que estaba adaptado al contexto social -la comunidad de vecinos, el barrio, la ciudad…-, que actuaba como la norma de la totalidad del grupo de referencia. Hablamos por tanto de normalidad como promedio, donde lo normal sería lo que aparece con mayor frecuencia, y estaría relacionada con la idea de adaptación social. Este es uno de los criterios que se utilizan para delimitar la normalidad.
Pueden ser aplicados igualmente otros: la normalidad como salud; la normalidad subjetiva -que depende de la valoración del propio individuo sobre cómo se encuentra-; o la normalidad psicométrica -que valora la salud o la enfermedad en relación con las puntuaciones de rango normal en población general. En cualquiera de los casos, hay que destacar que lo anormal no es necesariamente patológico (Vallejo Ruiloba, 2006).
A la conceptualización dicotómica y excluyente de salud/enfermedad, normalidad/anormalidad, integración/desviación, se propone como alternativa entenderlo como continuo, en el que las diferencias entre normal y anómalo son en función de grado y no de cualidad o categoría (Fierro, 2000). Véase el caso de las alucinaciones. Consideradas síntoma asociado a la esquizofrenia, en los últimos años se ha investigado sobre esta experiencia en población general, donde también se presentan sin implicar la presencia de ningún trastorno. (Goozee, 2015; García-Ptacek et al. 2013; Langer y Cangás, 2007; López et al. 1996). Al fin y al cabo, ¿quién no ha escuchado, en alguna ocasión, sonar el teléfono cuando nadie llamaba? (Lin et al. 2013).
Las consecuencia de las representaciones sociales, que mencionábamos al principio, nos llevan a que en el momento en el que coincidimos con alguien con trastorno mental (TM) o lo inferimos loco, evitamos relacionarnos con él, ante el temor de la impredecibilidad de su conducta (Muñoz et al. 2009) o porque creemos que puede ser violento. En las últimas décadas las actitudes hacia los trastornos mentales se han vuelto cada vez más estigmatizantes (Rüsch, Angermeyer y Corrigan, 2005).
Cuando hablamos de estigma hacemos referencia a varios aspectos relacionados entre sí (Michaels et al. 2012): a) el conjunto de consideraciones y representaciones de la sociedad sobre las personas con TM y cómo actuar en su relación con ellas; b) las consecuencias negativas como discriminación o pérdida de oportunidades; y c) las repercusiones que esto tiene sobre el funcionamiento de las personas con TM.
Estos aspectos, a su vez, pueden estar implicados en diferentes niveles: el social, el estructural -o institucional- y el individual -o autoestigma. Este último consiste en una anticipación del rechazo social que se espera recibir, considerarse devaluado socialmente y/o excluirse para evitar el rechazo (Corrigan, Kerr y Knudsen, 2005). El aumento del autoestigma está relacionado con menores niveles de calidad de vida, de apoyo social y de autoeficacia -percepción individual de que uno será capaz de realizar determinada actividad satisfactoriamente. También está relacionado con menor adherencia al tratamiento -dejar de seguir las pautas terapéuticas, no participar del seguimiento…- y mayor gravedad sintomática (Livingston y Boyd, 2010). Y pese a la creencia popular de su potencial violento, como ya hemos visto a lo largo de esta entrada, son ellas, las personas con trastorno mental, en general, quienes tienen mayor probabilidad de ser agredidos o sufrir violencia (Khalifeh et al. 2015; Rodway et al. 2014; Peterson et al. 2014).
En definitiva, parece que estigmatizar lo «anormal» y los trastornos mentales no nos ha servido más que para tratar de protegernos del (supuesto) riesgo potencial de que nos dañen, (algo que seguimos fomentando culturalmente), y para generar mayores niveles de estigma y rechazo social, repercutiendo en las personas y su entorno.
Hemos aprendido a temer, pero estamos a tiempo de exponernos y entender que «normales» o «anómalos» no somos tan diferentes.
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La pregunta vuelve a ser: ¿qué es un trastorno? Esta pregunta está por resolver en muchos ámbitos -no sólo la Psicología- incluyendo a la Medicina, la Logopedia, etc. Hemos caído en clasificar como patológico aquello que es normal. A la «ciencia», por ejemplo, le da igual seguir considerando que la dificultad en adquirir un proceso inventado por el hombre como la lectura se puede «patologizar» y, ¡chas!, ahí tenemos la dislexia. Si mañana alguien quiere idear otro «trastorno» [ojo: hablamos de trastornos, no de las habilidades que tenemos para adquirir algo de una manera mejor o peor, más o menos fácil, etc.], tendremos -como decía Alfredo Ardila- la «discomputerización».
Es complejo definir qué es un trastorno, qué una enfermedad, qué un síndrome, qué… Y más difícil aún la frontera entre normal y patológico [y sí: todo lo anormal no es patológico].
Me ha gustado mucho el post. Un saludo! P
Muchas gracias por tu comentario, Pablo. Concuerdo en la necesidad de definir y concretar qué es un trastorno o de qué hablamos cuando nos referimos a ello; más todavía en la actualidad ante los cambios, novedades y críticas que se imponen a las consideraciones preponderantes. En esta entrada, el interés fundamental era partir de concepciones sociales sobre normalidad y anormalidad y a qué se asociaban. En este caso, a los trastornos mentales, pero partiendo de los estudios realizados, podemos entender que cualquier conducta anormal dentro del contexto de referencia, vaya a ser psicopatologizada. Sin duda éste es un tema relevante a tratar, tan abundante y crítico que entiendo debe ser desarrollado con más extensión de lo que lo que me hubiera permitido esta entrada, por su objetivo y temática, mencionándolo.
Gracias de nuevo y saludos.
No creo que nos afastamos dele enfermo por medo da violencia concreta: es que lo enfermo nos recuerda de nuestros sofrimentos emocionales, tenemos meido a la perdida de control en nosotros mismo….
¿Hemos aprendido a estigmatizar al enfermo mental? ¿No sería que poco a poco vamos aprendiendo a no hacerlo? y lo que nos falta… Siempre he pensado que el ser humano en estado natural es un poco salvaje y que de pequeños somos como fierecillas incivilizadas que nos dedicamos a atormentar al diferente, ya sea el gordo de la clase o el gafotas (menos yo claro, que era un solete). Pero en el cole, incluso por chorradas mínimas como un mal corte de pelo te podían colgar el San Benito de ser diferente. Esa cultura cavernaría que traemos de serie se va disipando en la mayoría de nosotros gracias a la educación. Desgraciadamente la bestia nunca muere del todo y la sociedad adulta a veces parece que no es más que un cole gigante repleto de abusones encantados de azuzar esos miedos. Necesitamos educación permanente… aunque a algunos directamente habría que quitarles puntos del DNI y que vuelvan al cole.
Por si alguien no la ha visto… recomendadísima «El señor de las moscas».