Un día de mayo de 1962, Fred Prozi entra en un laboratorio de la Universidad de Yale. Unos días antes le habían llamado para confirmar la cita y para explicarle cómo encontrar el laboratorio dentro del Linsly-Chittenden Hall. Tiene unos cincuenta años y, aunque ha trabajado durante toda su vida como obrero industrial, está desempleado en este momento.
Allí, en el laboratorio, se encuentra con el señor William (el investigador) y con un voluntario como él. Rápidamente les explican lo que va a suceder: los dos hombres se habían presentado voluntarios para un estudio sobre la memoria. Uno de ellos (Prozi) haría las veces de profesor y el otro, de alumno. La idea es determinar el impacto del castigo –y de la amenaza de castigo– en el aprendizaje. El alumno tendrá que memorizar pares de palabras. Separados en habitaciones distintas, el profesor le irá presentando palabras y el alumno deberá contestar con la pareja correspondiente. En caso de que falle, el profesor tiene frente a sí una máquina con 30 interruptores a la que ha sido conectado el alumno. Cada interruptor aplica una descarga, cada una más fuerte que la anterior. Desde los 15 voltios del número 1 a los 450 voltios del número 30. Además, la cantidad de voltios va acompañada, a modo de leyenda, con indicaciones como ‘Descarga ligera’ o ‘Descarga moderada’ para las más suaves y ‘Peligro: descarga severa’ para las más fuertes.
El experimento comienza muy bien, pero pronto el alumno empieza a fallar. Ante el aumento de la intensidad de las descargas, el alumno empieza primero a llorar y, una vez superados los 150 voltios, a gritar que lo dejen en paz. A los 180 la situación se vuelve tensa. Prozi se gira hacia el experimentador:
— Prozi: No puedo aguantarlo más. No voy a matar a ese hombre. ¿Está escuchando cómo grita?
— Williams: Como le he dicho antes, las descargas pueden ser dolorosas, pero…
— Prozi: Pero está gritando. No puede aguantarlo. ¿Qué le va a pasar a él?
— Williams: El experimento requiere que usted continúe, profesor.
Y así lo hace. Y continúa más allá de los 300 voltios, cuando el aprendiz, gritando, se niega a seguir respondiendo. Y continúa más allá de los 330, a partir de los cuales el aprendiz deja de hablar en absoluto. A los 375, Prozi estalla pero, siguiendo instrucciones del investigador, continúa hasta los 450.
— Prozi: Ya está.
— Williams: Continúe con el interruptor de 450 por cada respuesta incorrecta. Continúe, por favor.
— Prozi: ¡Pero no entiendo nada!
— Williams: Por favor, continúe. La siguiente palabra es «blanco».
— Prozi: ¿No cree que debería ir a ver cómo está, por favor?
– Williams: No una vez que hemos iniciado el experimento.
— Prozi: ¿Y si está muerto ahí dentro? Quiero decir, él dijo que no podía soportar esas descargas, señor. No quiero ser grosero, pero creo que usted debe comprobar cómo está. Tan solo tiene que asomarse tras la puerta. No consigo ninguna respuesta, no hay ruido. Algo le puede haber sucedido.
— Williams: Tenemos que seguir. Vamos, por favor.
— Prozi: ¿Se refiere a seguir dando esto? ¿Cuatrocientos cincuenta voltios?
— Williams: Correcto. Continúe. La siguiente palabra es «blanco».
— Prozi: «Blanco: ¿nube, caballo, roca o casa?». Por favor, conteste. La respuesta es «caballo». Cuatrocientos cincuenta voltios. Las palabras siguientes «Bolsa: ¿Pintura, música, payaso o niña?» La respuesta es «pintura» Cuatrocientos cincuenta voltios. Siguiente palabra «Corto: ¿Frase, película. . «.
— Williams: Disculpe, profesor. Vamos a tener que interrumpir el experimento.
Así concluyó la participación de Fred Prozi en uno de los experimentos más famosos de la psicología: los estudios de la obediencia de Stanley Milgram. Por supuesto, todo era un teatro: experimentador y alumno eran ayudantes de la investigación y, en realidad, no se buscaba estudiar la memoria, sino saber hasta qué punto los participantes obedecerían al experimentar dando descargas al alumno equivocado. A partir del minuto 22 del documental que se grabó sobre los experimentos (Obedience, 1963) podemos ver la grabación del experimento de Fred Prozi.
Objeto de cientos de libros, investigaciones científicas, artículos de prensa, películas e incluso canciones, los trabajos de Milgram y su equipo de la universidad de Yale son, en palabras del profesor Jerome Bruner, «una de las mayores contribuciones a nuestro conocimiento del ser humano».
O lo serían, si no fueran uno de los fraudes más elaborados de la psicología contemporánea.
La versión oficial
Existen muchas exposiciones excelentes de la versión original de los experimentos. Esta versión se construyó a partir de los artículos originales de Milgram, de las declaraciones y apariciones públicas de este y, sobre todo, de ‘Obediencia a la Autoridad’ (Milgram, 1974) , una interesantísima obra en la que el propio autor explicaba con todo lujo de detalles la metodología, el desarrollo y las conclusiones de sus trabajos en Yale.
Desde el principio el trabajo de Milgram fue duramente criticado. Esas críticas tenían o bien un fundamento sustantivo (¿hasta que punto las condiciones de ese experimento permitían extrapolar sus resultados a la vida cotidiana?) o bien un fundamento ético (¿hasta que punto estaba justificado hacer creer a una persona que estaba matando a otra en pos de la ciencia?). Pero más allá de las críticas, durante años los resultados de Milgram se fueron replicando una vez tras otra demostrándose muy sólido (Blass, 1999) y, más allá de su impacto en la academia, atrajeron la atención de todo el mundo.
El primer artículo se publicó en octubre de 1963 –tras dos rechazos– en un contexto muy particular: Estados Unidos y buena parte del mundo occidental llevaban meses enzarzados en una gran polémica por los cinco artículos que Hannah Arendt publicó sobre el juicio del dirigente de las SS Adolf Eichmann en Jerusalem (Arentd, 1963). Arendt conmocionó a la opinión pública de la posguerra con su retrato de Eichmann y del proceso judicial. Como escribía Monika Zgustova,
Mientras que el fiscal en Jerusalén, de acuerdo con la opinión pública, retrató a Eichmann como a un monstruo al servicio de un régimen criminal, como a un hombre que odiaba a los judíos de forma patológica y que fríamente organizó su aniquilación, para Arendt Eichmann no era un demonio, sino un hombre normal con un desarrollado sentido del orden que había hecho suya la ideología nazi, que no se entendía sin el antisemitismo, y, orgulloso, la puso en práctica. Arendt insinuó que Eichmann era un hombre como tantos, un disciplinado, aplicado y ambicioso burócrata: no un Satanás, sino una persona “terriblemente y temiblemente normal”.
Esa era la famosa ‘banalidad del mal‘ que tanto se ha usado desde entonces y que, a partir de octubre de ese mismo año, tenía un adalid científico: el joven y brillante Stanley Milgram. Las circunstancias de Estados Unidos en ese momento (el movimiento hippy, la lucha por los derechos civiles y las protestas contra la guerra de Vietnam) hicieron el resto: eran el caldo de cultivo perfecto para estas ideas.
Los archivos secretos
La cosa empieza a ponerse interesante a partir de principios de este siglo. Entre 1985 y 2008, Alexandra Milgram, la viuda del famoso psicólogo, donó progresivamente los archivos de su marido a la biblioteca de la Universidad de Yale. Es del estudio de estos archivos de donde se desprende que los experimentos de Milgram no son ni mucho menos lo que nos habían contado.
Es importante señalar que buena parte de los Stanley Milgram Papers están clasificados hasta, como mínimo, 2035 — setenta y cinco años después de cada experimento. Para estudiarlos es necesario ‘desinfectarlos’. A día de hoy, los Papers accesibles incluyen hasta 140 grabaciones de audio de los experimentos originales, notas de las conversaciones, informes de psiquiatras, cuestionarios de los participantes; y documentación, notas y correspondencia acumulada durante los estudios de la obediencia.
La descripción común es: Los participantes, siguiendo instrucciones del experimentador, mataban al ‘alumno’ en un 62’5 % de los casos. La fuerza del experimento está, precisamente, en lo inocuo del entorno. Todos sabemos que en condiciones extremas la gente puede hacer cosas espantosas, pero lo cierto es que un laboratorio universitario de Nueva Inglaterra en el que la orden más dura del investigador es ‘El experimento requiere que usted continúe’ no puede considerarse una condición extrema en absoluto.
De su estudio, digo, se pueden extraer tres indicios de fraude:
- Milgram falseó los procedimientos dando la impresión de una mecánica «estrechamente controlada y altamente estandarizada» (Gibson, 2013) que sencillamente no se corresponde con la realidad.
- Ocultó deliberadamente datos desde el número de personas que habían dejado claro alguna de las variaciones (condiciones) experimentales que se llevaron a cabo.
- Mintió sobre la forma en que explicaban a los participantes que todo era un experimento.
El procedimiento…
La documentación de la que disponemos parece indicar que nadie creía que estos experimentos tuvieran una gran importancia. En los ‘Papers’ hay cuadernos de notas en los que el mismo Milgram muestra explícitamente sus dudas sobre el valor científico del experimento (Nicholson, 2011). Esto, y el peculiar estilo investigador de Milgram (que había recabado en la psicología social desde la politología), parecen ser las causas de que la metodología del experimento fuera desarrollándose a la par que los experimentos mismos (Gibson, 2013). Para que no haya dudas al respecto: El análisis de las grabaciones hace evidente que el procedimiento que se suponía que se siguió (1963, 1974) fue un cuento posterior de Milgram y su equipo y no lo que sucedió.
En 1995, Darley ya había apuntado que en las mismas transcripciones que daba Milgram en su libro se veía claro que el experimentador no había seguido el procedimiento marcado. Y, de hecho, una lectura atenta de uno de los trabajos de 1965 deja ver incoherencias claras. Pongamos como ejemplo la condición más conocida (Voice-Feedback). En ella, encontramos cosas en las grabaciones que no deberíamos encontrar. En al menos tres de las cuarenta sesiones experimentales de esta variación, y ante la amenaza por parte del ‘profesor’ de abandonar el experimento, la reacción del experimentador fue abandonar la habitación para asegurarse de que el ‘alumno’ estaba bien y quería continuar. Eso, déjenme que lo aclare, es una violación flagrante de las reglas que se suponía que debían seguir.
Lo lógico habría sido explicar esto en los resultados, pero no se hizo. Y no por desconocimiento. No sólo tenemos prueba en las cintas, sino que hay notas sobre la posibilidad de usar esa técnica (y otras) de forma habitual. E incluso, tenemos conversaciones grabadas entre Williams y Milgram en la que discuten el procedimiento y Milgram le alecciona sobre el uso de esta táctica. Vamos, que el objetivo de los investigadores no era ver el nivel de obediencia de una persona en un determinado contexto sino convencer a los participantes de llegar al final fuera como fuera creando un ambiente mucho más hostil (Darley, 1995) y con mucha más negociación .
En general, estamos en situación de afirmar que el equipo de Milgram forzó los resultados y, a posteriori, elaboraron un relato que remachaba la teoría que querían plantear obviando casi por completo lo que en realidad sucedió en el laboratorio (Gibson, 2013).
…los datos…
Tan preocupante como la manipulación de los datos es la no publicación selectiva de alguno de ellos. Milgram llevó a cabo 24 variaciones sobre el famoso experimento (23 condiciones experimentales más una encuesta). En el primer artículo de 1963, solo se presentaban los resultados de una de ellas (la Voice-Feedback de la que ya hemos hablado) y, en su libro ‘Obediencia a la Autoridad’, presentó diecisiete más. Por otro lado, algunas de ellas (como la variación en que ‘alumnos’ y ‘profesores’ eran conocidos íntimos) ni siquiera sabíamos que existían hasta encontrar los registros que de Milgram.
Pero seguramente esos datos no son los más polémicos: Milgram sabía que un alto porcentaje de los participantes no habían creído que el experimento fuera real (Perry, 2013). El mismo Milgram era muy consciente de ello. En los comentarios manuscritos que conservamos sobre las grabaciones que se hicieron para confeccionar el documental, varios sujetos (que llegaron hasta la descarga final) fueron descartados por haber dejado claro que no creían que el experimento fuera real.
Sin embargo, esos datos aparecían en los resultados finales como personas que habían obedecido hasta el final. Los cálculos más optimistas, sitúan la obediencia entre los que realmente creyeron en el experimento por debajo del 40% (Perry, 2013). Y digo optimista porque incluyen, por ejemplo, los casos en los que aparentemente el investigador salió a comprobar que el alumno quería continuar. Teniendo en cuenta las ‘trampas’ que hemos detectado, lo presumible es que, de ser puristas, las cifras bajaran más aún. Pero esto, aún, no hemos podido comprobarlo.
…y la ética.
En los últimos años se han reunido pruebas documentales y testimonios que, además, acreditan que el tratamiento post-experimental del que habla Milgram en 1974 fue falso (Nicholson, 2011; Perry, 2013). Esto se puede explicar por dos motivos: el primero es que en una población relativamente pequeña como New Haven (150.000 habitantes en 1960) aclarar que el experimento era falso podía poner en riesgo el desarrollo del mismo, por ello el equipo de Milgram optó por el secretismo. El segundo, es que, como explica Harris (1988), estas prácticas aún no eran habituales en esa época.
Sea como sea, no fue hasta 1962 cuando un miembro anónimo del departamento de psicología de Yale presentó una queja ante la APA y se abrió un expediente informal bajo el Código Ético del 59 (Blaas, 2004), que se tomaron medidas en el asunto. Pese a la apasionada defensa de Milgram de que se «tomaron todas las medidas para asegurar que todos los sujetos dejaran el laboratorio en un estado de bienestar» (Milgram, 1963), tenemos testimonios muy claros que muestran que un número importante de participantes fueron enviados a casa creyendo que el experimento había sido real (Nicholson, 2011):
«Quería llamar y pedir disculpas en realidad … y me fui a la guía telefónica y busqué el nombre que utilizaba [el ‘alumno’] – el nombre era Richardson o algo así y por desgracia había tres de ellos con exactamente el mismo nombre y apellido [así] que al final no hice la llamada».
«De hecho, me revisé la seción de sucesos del New Haven Register [el periódico local] durante al menos las dos semanas siguientes al experimento para ver si aparecía involucrado y de qué forma en la muerte del alumno – Me sentí muy aliviado al ver que el nombre no aparecía».
La mayor parte de los participantes no fueron informados formalmente hasta un año después de su participación en el experimento (Griggs y Whitehead, 2015; Perry, 2013). Es decir, hubo personas que durante un año creyeron que habían matado (o herido de gravedad) a otra sin que nadie hiciera nada para remediarlo. Por suerte, como decíamos antes, el grueso de la gente no creyó que el experimento fuera real (Perry, 2013).
¿Y entonces?
Esto nos sitúa en un escenario complejo: la evidencia muestra que la investigación de Milgram se basa en datos falsos, procedimientos falseados y manipulación de las evidencias. De hecho, oyendo las grabaciones, queda claro que si Milgram y su equipo hubiera seguido el procedimiento, no habrían conseguido esos resultados.
Y, sin embargo, numerosos experimentos, a lo largo de los años, han conseguido replicar exactamente esos mismos resultados (Blass, 1999). A la evidente pregunta de ‘¿cómo lo consiguieron?’, sólo caben dos respuestas: O Milgram impactó tanto en su campo que solo se publicaban los experimentos que conseguían replicarlo o que, pese a sus numerosos fallos éticos y metodológicos, los experimentos de la obediencia encontraron algo que estaba ahí sin ningún género de dudas.
Yo, he de reconocerlo, me inclino por un punto intermedio entre esas dos posibles respuestas. Pero, en realidad, hoy no estamos escribiendo sobre las distintas teorías que actualmente tratan de explicar el fenómeno que tangencialmente detectó Milgram y que aún hoy se sigue produciendo. Hoy no escribimos sobre eso, porque hoy no estamos escribiendo sobre ciencia, estamos escribiendo sobre mitología.
Los ‘experimentos de Milgram’, tal y como los cuentan los manuales académicos o los divulgadores mediáticos, simplemente no ocurrieron. Y su relato no ha hecho más que retener el desarrollo de las ciencias del comportamiento. Afortunadamente, la psicología en general, y la psicología social en particular, ha ido creciendo, desarrollándose y enmendándose durante estos cincuenta años. Se ha equivocado. Mucho. Pero gracias al esfuerzo de mucha gente, hoy nos ayuda a entender el mundo mejor que antes. Porque, como dice Juan Zaragoza sobre la representación habitual de Galileo:
La ciencia no es una cosa de “héroes”, sino de gente normal que hace su trabajo pacientemente, que va a su observatorio, pasa la noche sin dormir, mirando las estrellas, anotando paralajes. Que vuelve luego a casa, donde le espera su mujer y sus hijos, a los que apenas ve porque, ya sabes, durante el día duerme. […]
Sí, lo sé, tiene mucho menos glamour que Galileo enfrentándose a la Santa Inquisición. Pero tiene una pequeñísima ventaja: es verdad.
La última pregunta
Teniendo en cuenta todo esto y como se pregunta Gina Perry: ¿por qué conservó esas 157 cajas que ponían en cuestión su lugar en la historia de la psicología? Pero supongo que hay preguntas que nunca podremos contestar.
Pues en psicología social en la carrera me lo dieron como uno de los grandes hitos… así les va a las ciencias sociales.
Sería magnífico que el Pentágono leyera Rasgo Latente y tomaran nota, porque gran parte de su “inteligencia militar” actual (guiño a Groucho) se basa aplicar los experimentos de Milgram a sus avances tecnológicos.
Me estoy refiriendo, en especial, a los drones con los que EEUU está asesinando a personas en el Cuerno de África y Oriente Medio. Matan a tanta distancia, que permiten eludir el dilema ético. Convierten las guerras (por cierto, guerras encubiertas) en un videojuego. Ni siquiera el argumento de la eficacia resulta válido, ya que recientemente se ha desvelado que el 90% de los muertos por drones “inteligentes” no eran objetivo.
Existe un debate público en EEUU ya sobre este tema y seguramente Milgram hoy tendría algo que decir al respecto.
Saludos
@luisgencinas
Hola. Sólo comentar que la guerra con drones no es como usted cree que es. Es posible que los pilotos de drone sientan más empatía hacia sus víctimas que ningún otro soldado del ejército. Lea esto: http://inthesetimes.com/working/entry/17718/drone_pilots y esto: http://www.cracked.com/personal-experiences-1248-6-myths-about-drone-warfare-you-probably-believe.html
No eluden el dilema ético más que un soldado de tierra disparando contra un objetivo a 50 metros. De hecho, se ven forzados a ver en directo la vida privada de sus víctimas antes de recibir la orden de abrir fuego.
Lo cual es curioso, porque precisamente la idea es que el experimento es falso.
Estimado Guillermo
Justamente eso digo: que la idea base de los drones inteligentes es que sentimos menos el matar a mayor distancia que hacerlo de cerca, y que esa idea resulta cuestionable.
Usted pone un ejemplo de ese cuestionamiento, la experiencia del “piloto” Brandon Bryant:
http://www.spiegel.de/international/world/pain-continues-after-war-for-american-drone-pilot-a-872726.html
Un tipo que apretaba un botón en Nuevo México y unos segundos después alguien caía muerto al otro lado del mundo. Un tipo para quien sus objetivos eran píxeles en un monitor, a veces sin poder distinguir claramente si ese píxel era un niño o un perro.
La noticia es que llegó el día en que ese “piloto de drones” se preguntó por qué o quién había detrás de ese píxel. Emergió su conciencia y se mostró humano.
@luisgencinas
Es importante divulgar este artículo, el irritante el argumento de «obediencia debida» que tantos tribunales argumentaron para exculpar criminales en los 80, estaba relacionado acaso con los resultados de este experimento?
Hola, Claudi
En principio, no, no tienen mucho que ver. La ‘obediencia debida’ en derecho penal es previa a los experimentos. Mucho, de hecho. Es más, desde la 2GM se ha tendido a reducir su uso y alcance en lugar de ampliarlo.
¡Un saludo!